Capítulos retirados de A través del tiempo


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Muchas personas, al saber que mi novela A través del tiempo era más larga, me han estado pidiendo que colgase los capítulos que quité.
Bien, hoy he decidido hacerlo y en varias entradas os pondré los dos capítulos y medio finales. No están corregidos, por lo que podéis encontrar alguna errata.
Espero que os guste y disfrutéis con las aventuras de Diego, Marina y Yago.
Un beso para tod@s y muchas gracias por vuestro apoyo.

* * *

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—¡Ama, ama! ¿Qué te pasa? —solicitó Yago, asustado—. ¡Alex, Alex! ¡Ayúdame!
Oyó la voz de su hijo como si viniera de muy lejos. Abrió los ojos, confundida por encontrarse en el suelo del velero. ¿Se habría caído? Poco a poco recordó. ¡Había visto a Diego! Estaba segura; parecía demasiado real como para no ser cierto. Notaba los latidos rápidos e inestables del corazón. No quería seguir pensando en ello, era doloroso y no conducía a nada. Si seguía imaginando cosas así, jamás podría olvidarle.
«Pero es que tampoco quiero olvidarle», pensó desalentada. «Aún le quiero.»
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Alex, mientras le tomaba el pulso con eficiencia. Una vez satisfecho la ayudó a incorporarse despacio—. ¿Qué te ha pasado?
Alex le acercó un vaso de agua con cara de preocupación. Yago miraba a su madre con el temor reflejado en sus ojos claros.
—No me pasa nada, no os preocupéis… —aseguró Marina con un suspiro. Miró a la barandilla del puerto para comprobar si el hombre seguía allí. Por supuesto, no estaba. ¿Cómo iba a estar? Todo era fruto de su inventiva—. Creo que me ha dado demasiado el sol, eso es todo —murmuró, tratando de no evidenciar desencanto.
«¿Cómo has podido creer que Diego estaba aquí?», pensó, resentida y lastimada por su desbordante fantasía. «Pero lo vi tan claro… Parecía tan real.»
—¿Estás bien, sirena? —La añorada voz llegó hasta sus oídos—. ¿Estás bien?
No podía ser verdad… era imposible… Con el corazón al borde de un infarto, lo buscó con la mirada y lo encontró a sus pies, detrás de Yago. Su rostro moreno, tantas veces recordado, mostraba signos de ansiedad y cansancio. El cabello, otrora renegrido, estaba salpicado de canas y un tanto despeinado, como si lo hubiera estado mesando repetidas veces. Aunque por él habían pasado los años, para ella seguía siendo impresionante.
¿Era una aparición? ¿El golpe en la cabeza le hacía tener visiones?
—¿Estás bien? —repitió Diego, impaciente.
Ella sonrió con ternura. Hasta como fantasma seguía siendo un mandón.
—¡Por el amor de Dios! Deja de sonreír y dime si estás bien —ordenó claramente molesto.
—Sí —contestó ella con el corazón desbocado, incapaz de apartar los ojos de él— ¿Eres de verdad? ¿Estás… vivo…? No es posible, creí que… te vi con los hombres del preboste… —articuló confundida.
—Lo sé, pero al final no pasó nada. Estoy bien.
Alex les miraba. En su cara se podía leer la perplejidad que sentía en ese instante.
—Supongo que os conocéis. —No era una pregunta.
—Sí. Nos conocemos desde hace años... —anunció Marina. Y se levantó ante la mirada atenta de los tres—. Él es… Diego Izaguirre... Ellos son Alex Goena y mi hijo... Yago.
Diego inclinó la cabeza a modo de saludo y, tras unos segundos de confusión, se estrecharon las manos sin apartar la mirada el uno del otro. Marina sospechó que se estaban evaluando como rivales. Yago permanecía al margen, con los ojos clavados en el recién llegado. Su madre casi podía escuchar las mil y una conjeturas que se estaba haciendo, comprendiendo el desconcierto ante esa aparición, le tomó por los hombros, tratando de tranquilizarle.
—Pero... pero... él es… ¿él es mi padre? —articuló el niño por fin—. ¡No ha muerto! ¿Por qué no ha muerto? Tú dijiste…
Los ojos de Diego se volvieron como relámpagos hacía Yago. Marina advirtió en ellos el reconocimiento y la esperanza. Él quitó la gorra a Yago y le acarició el pelo casi con reverencia. Dos pares de ojos grises se miraban con atención.
—¿Mi hijo? ¡Por Dios! Un hijo… ¡tengo un hijo! —profirió ante la consternación de Alex, que no salía de su asombro— ¿Por qué no me dijiste nada? —Se volvió a Marina y la agarró por los hombros con fuerza—. ¡Por todos los demonios del infierno, sirena! ¿Cómo pudiste ocultarme que estabas embarazada? ¿Acaso pensabas que no te dejaría volver?
—Lo descubrí después de regresar. Fue una sorpresa...
—¡Dios de los cielos! —La soltó, abatido—. Todos estos años a punto de morir, sin saber que tenía un hijo. —Se mesó el cabello, desconcertado—. Podría haber muerto un millar de veces, sirena, y nunca lo habría sabido. Y tú… tú aquí sola con él...
—¡No, sola no!
Diego se volvió a Alex con celeridad. En sus ojos se leía el tormento que le causaban esas palabras. Marina se apiadó de él.
—No como tú crees, Diego. Alex es un buen amigo... —Miró al cardiólogo con censura—. Sólo eso.
—Sí, no niego que solamente soy eso para ti —asintió Alex, mordaz—. Pero reconocerás que al menos he cuidado de vosotros todo lo que ha estado en mi mano.
—¡Maldito bastardo! ¡Yo no lo sabía! No tratéis de atormentarme —siseó Diego, con los dientes apretados. Su mano derecha tanteó buscando el alfanje, antes de recordar que estaba desarmado—. Habría venido antes de haber podido hacerlo. —Miró a Marina, contrito—. Sirena, me era imposible… todo ha sucedido tal y como me contaste aquella noche. —La voz bajó de volumen hasta hacerlo casi un susurro—. ¿Lo recuerdas?
—Sí —murmuró, comprendiendo que se refería a la guerra—. Lo recuerdo. ¿Ha… terminado ya?
—Hace una semana se firmó el Tratado.
—Me alegro de que sea así… y me alegro, aún más, de que tú estés bien… —Marina lo miró, deseando abrazarle para asegurarse de que era todo lo real que aparentaba.
Diego le demostró con la mirada que la comprendía y que también él lo deseaba. El capitán se recuperó antes del hechizo en el que parecían sumidos. Su boca se distendió en una trémula sonrisa al mirar nuevamente a su hijo.
—Así que… Yago. Me gusta tu nombre, muchacho. —Sólo Marina se apercibió de la voz estrangulada de Diego—. ¿Cuántos años tienes, chico?
—La semana pasada cumplí doce —articuló, con los ojos redondos como platos.
—Yo tenía esa misma edad cuando conocí a mi padre. —Le alborotó el pelo con cariño—. Parece que la historia se repite.
—¿Pensabas, también, que había muerto? —sugirió Yago, interesado.
—No, hijo, creía que era otro hombre —confesó Diego.
* * *
Alex reconoció su derrota en cuanto posó sus ojos en aquel individuo alto y atlético. Era un sujeto un tanto extraño, con aquellas ropas y aquella forma de hablar, pero no podía definir en qué era diferente. No cabían muchas dudas de que ese hombre era el padre de Yago: los ojos grises y el pelo (que aquel hombre llevaba recogido en una coleta medio deshecha) eran tan iguales entre sí que resultaba sobrecogedor. Sus celos alcanzaban límites insospechados. Le satisfizo el dolor que vio reflejado en aquellos ojos, tan seguros de sí mismos.
¿Qué sentido había tenido insinuar algo que no era del todo cierto? Ninguno. El reproche de Marina fue palpable y él se sintió avergonzado como si fuera un chiquillo con una pataleta.
Al observar como se miraban el uno a otro comprendió que Marina no lo había olvidado en todos esos años. No había manera de que él pudiera llegar al corazón de ella. Nunca habría sitio para él.
Le intrigaba lo que callaban. ¿A qué Tratado se referían? ¿Por qué le era imposible venir? ¿Había estado en la cárcel? ¿Era un mercenario? Desde luego tenía cuerpo de guerrero; la camisa no ocultaba, más bien ensalzaba, los hombros anchos y el torso musculoso de aquel hombre. De alguna manera presentía que no era fruto de largas horas en un gimnasio. Había en Diego un aura difícil de definir.
Por mucho que intentó comprenderlo seguía sin poder conseguirlo.
Estaba enfadado por las circunstancias. Celoso de aquel extraño que tenía a Yago entusiasmado con su sola presencia. Lo miraba con arrobo y admiración (como nunca lo había mirado a él), orgulloso de saber que era su padre. Marina… Marina oscilaba entre la incredulidad y el anhelo.
No quería pensar en ello; le dolía demasiado. No tardó en despedirse de los tres. Pero no se fue sin antes provocar los celos de su oponente besando a Marina en ambas mejillas. Sabía que era una chiquillada, fruto del resentimiento, pero no pudo resistirse a la tentación.
* * *
En el pequeño salón de la casa de Marina tenuemente iluminado, Diego lo observaba todo con detenimiento. No había allí nada que no fuera sorprendente. La luz, que se encendía con solo apretar un interruptor; el agua, ya fuera fría o caliente, que brotaba de los grifos sin interrupción; la cocina, donde Marina había preparado una sencilla cena sin tener que atizar el fuego. Todo era novedoso y excitante. Y al mismo tiempo, nada, comparado con volver a estar junto a ella. Yago se había acostado, agotado por tantas novedades, y dormía plácidamente en su dormitorio. No había duda de que era un chico sano. Su hijo. Saboreó la palabra con deleite y se hizo el firme propósito de recuperar cada día que había perdido con él.
«¡Por todos los demonios, es tan parecido a mí!», suspiró, feliz. Desbordante de orgullo paternal.
Marina acababa de salir del baño; aún tenía el cabello húmedo tras la ducha y se le marcaban unos bucles del color de la caoba bruñida. Reprimió la necesidad de dejar que se enroscasen en sus dedos. Aún no se atrevía a tocarla…
Sonrió al recordar la sensación que le había causado el agua caliente al resbalar por su propia piel. Pero antes de eso, Marina tuvo que explicarle entre risas el funcionamiento de aquellos grifos, así como el del resto de cosas que había en aquella habitación que ella llamaba baño.
—Gracias por… ¿Cómo has dicho que se llama? —le preguntó, tratando de no mirar las piernas de la mujer que asomaban entre la bata—. Parece cómoda.
—Camiseta, se llama camiseta. Siento no tener ropa de tu talla para que te cambies los pantalones. Mañana iré a comprarte algunas prendas…
—No tengo… bien… —Estaba un poco cohibido—. No tengo dinero. Quiero decir que no creo que las monedas que tengo sean de mucha utilidad… tal vez un coleccionista… —añadió, viendo una forma de hacerse con capital—. Te las daré y…
—Olvídate de eso ahora —le cortó Marina.
—¡Maldito sea! Si dejo que me mantengas como… como…
—¿Como si fueras mi marido? —sugirió ella con sarcasmo. Y le clavó su mirada verde—. No seas… —Se mordió el labio—. Bueno, olvídalo. ¿Qué ocurrió aquella mañana en el barco? —Marina se sentó a su lado.
—Mi tío nos traicionó. Envió a la guardia para que me apresaran.
Diego trató de explicarle todo lo sucedido desde ese momento, incluido el tiempo que pasó en la prisión. El indulto real, conseguido por Adolfo, que le permitió salir de aquella celda. La ayuda del consejero y de Andrés. Ella lo escuchaba atentamente sin perder detalle. En su rostro se reflejaban las emociones que experimentaba ante su relato. Le mencionó la entrevista que tuvo con su tío en la biblioteca de la casa-torre Izaguirre. La infinita envidia, los celos, la avaricia…
—Estaba loco —sentenció Marina.
—Sí, loco de odio y codicia. Como me pusieron en libertad, intentó hacer que Bartolomé Guijarro me matara.
—¡Dios mío! —gritó, asustada.
—Se agradece tu preocupación, pero como bien ves, continúo con vida. —Él sonrió con picardía y controló las ganas de abrazarla; aún no se habían tocado siquiera y sentía pavor por si lo rechazaba—. El sicario debía apuñalarme mientras mi tío me distraía. Pero no fui tan tonto de presentarme ante él sin tomar precauciones. Adolfo convenció al preboste, según el plan que le propuse, para que él mismo viera lo que tratábamos de explicarle. El hombre se quedó fuera junto a la ventana de la biblioteca, con un retén preparado para actuar en caso necesario. Los dos alcaldes, varios prohombres de la ciudad y otro retén apresaron a Bartolomé y esperaron al otro lado de la puerta de la biblioteca. Todos aguzando el oído para no perderse nada de lo que allí íbamos a hablar mi tío y yo.
»Cuando él me amenazó con una pistola, entraron sorpresivamente y lo arrestaron. Ahora está en prisión. No quisieron colgarle dado lo avanzado de su edad. Imagino que morirá allí.
Continuó contándole su viaje a Cádiz, una vez que le restituyeron todos sus bienes, para acompañar a Adolfo. El Delfín había sido desmantelado, pero le entregaron su valor en oro. Sus hombres estaban desnutridos y agotados por las condiciones deplorables en la prisión, pero un mes en el mar les devolvió las energías perdidas. Varios habían muerto durante el combate con la guardia, entre ellos el contramaestre; otros murieron en la prisión, y los que quedaban estaban sedientos de vida y placer. La ciudad gaditana les abrió sus puertas para que se recuperasen.
—Siento mucho la muerte de maese Isaac. Era un buen hombre… —aseguró Marina, cabizbaja—. ¿Qué tal están maese Andrés y don Adolfo?
—Bien. Andrés no quiso separarse de mí y se embarcó conmigo en la Santa Gabriela. Durante un tiempo servimos de escolta a los buques que llegaban cargados con riquezas del Nuevo Mundo, pero después tuvimos que combatir… sobre todo en el Mediterráneo, contra las escuadras inglesas y holandesas. ¿Sabes que nos arrebataron Gibraltar y Menorca?
—Gibraltar aún sigue siendo británica… —Marina esbozó una mueca— ¿Qué tal están el pequeño Diego? ¿Y Clara?
—Él es un hermoso muchacho de diecisiete años. Quiere ser capitán de barco, pero de momento su padre le ha enviado a Salamanca para estudiar. Clara y Adolfo tienen tres hijos más: Mariana, Isabel y Emilio.
—Me gustaría conocerlos y ver otra vez a Clara —suspiró—. ¿Has vuelto por Tenerife? ¿Qué tal están doña Úrsula y don Hernán?
—Sí. Pasé un par de veces antes de que la guerra se recrudeciera y tuviera que dejar el barco para formar parte del ejército de Caballería. Mis tíos están en San Sebastián… Bueno, ¡Dios, no sé como expresarme! Es tan difícil entender que estoy en épocas diferentes que… ¿comprendes qué quiero decir?
—Sí. No te preocupes… ya se te pasará. A mí también me cuesta creer que estés aquí sentado… —Bajó la cabeza—. ¿Cómo fue la guerra?
Diego le contó que el tiempo en que estuvo siguiendo a la flota de las Américas fue muy placentero, si se exceptuaba el temor a los ataques piratas o corsarios. El hecho de viajar en convoy bajo la protección de navíos de guerra franceses reducía la posibilidad de ofensivas por parte de los miembros de la Alianza. Por otro lado, tras pasar dos años encerrado en una celda minúscula, sentir la inmensidad del mar a su alrededor era todo lo que podía desear. Desgraciadamente fue por un período corto, en seguida se requirieron sus servicios en el interior, pues la guerra se desarrollaba en la península y la escasez de soldados era notoria. Los días se sucedieron en un viajar de un lado a otro por caminos polvorientos para luchar contra ingleses, austriacos, holandeses y portugueses, tal como Marina le predijera tantos años atrás. Hasta la batalla de Almansa, en Albacete, los soldados hispano-franceses creían perder a manos aliadas, pero a partir de aquella batalla el destino jugó a favor de Felipe V y sus tropas. No por ello mejoraron en algo las condiciones en las que vivían; tan sólo sirvió para animar a la soldadesca.
Algunas veces tenía pesadillas por los horrores vividos en aquel campo de batalla. Se hablaba de cinco millares de muertos entre los dos bandos. El duque de Berwick hizo prisioneros a doce mil hombres del ejército carlista.
* * *
—¿Ya ha acabado todo? —preguntó Marina, sobrecogida por las cosas que Diego acababa de contarle.
—No, no del todo. Sé que ya se ha firmado el Tratado, pero Cataluña aún se muestra reacia a admitir al rey Felipe V como su soberano —explicó Diego—. De cualquier forma, el Rey me relevó de mi obligación para con la Corona y pude abandonar el ejército. Ahora, sirena, basta de hablar de mí… Cuéntame, ¿cómo fue tu regreso?
—No resultó sencillo. Tuve que apelar a toda la fuerza de mi voluntad para poder lograrlo —suspiró—. Mi abuelo se alegró de volver a verme, pero se podía ver lo mucho que le había afectado mi ausencia. Yo… lo pasé muy mal. Durante un tiempo me sentí fuera de lugar. —Calló.
—¿Cuándo supiste que esperabas un hijo?
—Unos meses después…
Para ella había sido una gran sorpresa descubrir que estaba embarazada. Era como guardar una parte de él. Hacerlo más verídico, convertir aquellos días en algo innegable. Le explicó que aquella espera había llenado sus días; y hecho más llevaderas sus noches, tan desoladoras. Después, cuando Yago nació, él colmó toda su vida. Se había consagrado a aquel bebé que tanto la necesitaba.
—Me hubiera gustado tanto estar contigo… haber sido testigo de esos meses de espera… —murmuró, apenado.
Marina asintió, sin creerse aún que él pudiera ser real, que estuviera sentado a su lado en el salón de su casa. Quiso acariciar cada arruga de su rostro para acabar con aquella tristeza que parecía emanar de cada poro de su piel morena. Besar esos labios para comprobar si seguían siendo tan suaves como recordaba. Paliar de algún modo los horrores que había vivido en el campo de batalla
«¿Qué te impide hacerlo?»
—Sigues llevando la sortija que te regalé. —Diego le tomó la mano que se acercaba para tocarlo.
—Nunca me la he quitado —susurró, manteniendo la respiración.
La besó en la palma. Aquél fue el catalizador para que brotara toda la pasión guardada durante tantos, tantos años.
—¡Oh, Dios! Sirena, no sabes cuántas noches he soñado que volvía a estar contigo —susurró contra su palma, con un gemido ronco—. No sabes cuánto te he añorado. Cuánto he sufrido pensando en ti, intentando resignarme a vivir sin ti ¿Puedes imaginarte cuánto te deseo?
—Supongo que tanto como yo a ti. —Se inclinó para besarlo en los labios.
* * *
Marina, medio dormida, extendió un brazo para abarcar toda la cama y se sorprendió al encontrarla vacía. Por breves momentos pensó que todo lo ocurrido aquella noche en el lecho había sido simplemente un sueño. Extremadamente erótico, pero sueño al fin y al cabo. Ya empezaba a sentir el vacío en el alma, como cada mañana al despertarse tras soñar con Diego, cuando su cuerpo evidenció el cansancio placentero de quien ha satisfecho todos sus anhelos sexuales. Abrió los ojos y se solazó al descubrir la forma de la cabeza de Diego impresa en la almohada. Su ánimo se elevó como por ensalmo. Se sentía llena, feliz, eufórica…
Se levantó, se puso una camiseta holgada para tapar un poco su completa desnudez y salió de la habitación. Eran las siete de la mañana; el sol entraba a raudales por la ventana del salón, empalideciendo a la bombilla que, con sus prisas por llegar a la habitación, habían dejado encendida la noche anterior. Marina sintió un cosquilleo en el bajo vientre y sonrió para sí. ¡Por Dios! Diego sólo llevaba un día allí y ella ya estaba como una hembra en celo. Casi lo había olvidado, pero su cerebro trabajaba a toda marcha para recordarlo.
La cocina, el baño y el salón estaban vacíos. Sólo había un lugar donde pudiera estar Diego: la habitación de Yago. Empujó la puerta entornada y se enterneció al ver a Diego en la silla del escritorio del niño. Observaba con detenimiento a su hijo, con el pelo cayéndole sobre los hombros.
—Necesitaba verlo de nuevo —declaró Diego en un susurro, apartándose el pelo de la cara—. Cuando me he despertado pensé que lo había soñado. Que estaba contigo, pero que Yago no existía. Necesitaba comprobarlo. Es tan increíble saber que es parte de mi sangre… Ahora entiendo a Adolfo cuando me hablaba con añoranza de sus hijos.
Marina no dijo nada; se limitó a abrazar a su marido por detrás, apoyando su cara sobre la cabeza de Diego. El pelo le olía al champú de hierbas que había utilizado la noche anterior, pero por debajo se intuía el aroma a sal, tal como lo recordaba. Se preguntó cómo había podido vivir los últimos años sin él.
* * *
Yago no creía en su suerte. Al despertar encontró en su habitación a su madre y a su padre, ¡su padre! Necesitaba saber cosas sobre ese hombre, pero ellos se mostraban un tanto circunspectos con el tema y ese detalle lo tenía mosqueado (una expresión que utilizaba mucho).
Diego era muy extraño, no solamente en el vestir (se preguntó nuevamente dónde estaría su equipaje), sino también por su forma de hablar. Utilizaba palabras muy rebuscadas y anticuadas. Pero aquello no tenía importancia; era tan grande, tan fuerte, tan ágil como cualquiera de los superhéroes de los cómics o de las películas. Y por encima de todo, era su padre.
—Tiembla, Indiana Jones —susurró ante Diego, que salía de la habitación con los vaqueros, la camisa y los zapatos nuevos que le había ido a comprar Marina—. Aquí llega mi padre.
Ella también debía de pensar lo mismo, pues lo miraba como si se le fueran a salir los ojos. Su pecho se hinchó de orgullo ante su padre. Con un poco de suerte, cuando creciera sería tan grande como él. Ya pensaba en no volver a cortarse el pelo y dejárselo tan largo como lo llevaba su aita. No veía la hora de presentárselo a sus amigos. Iban a flipar cuando lo vieran.
* * *
Diego se sentía un tanto extraño con aquellos pantalones llenos de bolsillos que se le pegaban como un guante; eran un poco rígidos, pero el tejido parecía muy resistente. Se los había llevado Marina al regresar, cargada de extrañas y brillantes bolsas de papel con nombres impresos. Le había pedido que se lo probara para ver si le quedaba bien (estaba preocupada por si no había dado con la talla adecuada). Lo mejor sería que los viera ella, así sabría decirle si le sentaban bien o no. La cara de su hijo le indicó que iba por buen camino, pero la de su esposa... Bueno, la de Marina era tan explícita que le provocó una dolorosa reacción en la entrepierna.
—Por el amor de Dios, sirena. Si me sigues mirando de ese modo, los botones del pantalón no van a resistir —siseó, acercándose a ella.
Marina se limitó a mirarle alzando una ceja en una parodia de indiferencia, pero sus ojos prometían los placeres inmensos que habían tenido tantas veces atrás. Lo mejor sería no pensar en lo ocurrido esa noche ni mirar el escueto vestido que llevaba puesto, si quería estar en condiciones de salir.
—¿Saldrás a la calle vestida así? —preguntó, al ver que ella se dirigía a la puerta de entrada.
—Claro, ¿qué quieres que me ponga? —pidió Marina, tratando de no reírse.
—No lo sé. Algo más... ¡Demonios! ¿Algo que te tape más? —sugirió, serio.
—Pero... pero si ese vestido es muy bonito y le queda muy bien. ¿No está guapa? —preguntó Yago, confundido. Y miró a su madre, que trataba por todos los medios de mantener la seriedad, pero sin conseguirlo.
—¡Por todos los infiernos! Claro que está guapa. Por eso mismo... —La mirada consternada de su hijo lo puso en su sitio—. ¡Bah! No me hagáis caso. No estoy acostumbrado a estas modas. Eso es todo... ¿Tú crees que va bien vestida?
—Claro que sí. Está guay —aseguró el niño.
—¿Guay? ¿Qué demonios es eso?
—Pues… pues que está bien… —explicó, anonadado.
—Bueno, pues perdona al anticuado de tu padre, yo no entiendo de estas cosas. —Diego agitó la mano, como negando—. Ya estoy listo para que me enseñéis esta bella ciudad —aseguró, haciendo una florida reverencia ante su mujer y su hijo.
El día anterior, nervioso como estaba, no se había fijado en los grandes cambios que presentaba San Sebastián. Ahora los disfrutaba; por momentos se enfadaba por los desastres arquitectónicos en los que, a su modo de ver, habían incurrido los arquitectos. Vio la playa de media luna con la que tantas y tantas veces había soñado y tuvo que contenerse escandalizado por la desnudez de los bañistas. Al captar la mirada socarrona de Marina lanzó una carcajada. ¡Por todos los demonios, ella lo provocaba adrede!
Le causó extrañeza ver, expuestos en los museos, artículos y artilugios que él nunca había conocido, pero se empapó de todo y su inmensa sed de saber se vio compensada a cada paso que daba por aquellos recintos. Trataría de recordar todo lo que ahora veía para cuando regresase a su tiempo. Aún no había hablado de ello con Marina, pero no tardaría en hacerlo. Estaba deseando contarle las disposiciones que tenía previstas para cuando regresasen. Desde luego, haría obras de modernización en la casa-torre Izaguirre; no quería que Marina y Yago echasen de menos ciertas comodidades. Y se acabó el navegar. Se dedicaría a labrar las tierras que ahora eran suyas y donde habían trabajado las últimas generaciones de “Izaguirres”. De esa manera podría pasar mucho tiempo en compañía de su esposa y de su hijo recién hallado. No veía la hora de contarles esas maravillosas noticias.

Pilar Cabero - escritora

Pilar Cabero - escritora
Bienvenida amable lectora y también a ti, lector, a mi humilde casa. Elige un sitio para sentarte y ponte lo más cómodo posible. Sí, ese de ahí está bien. Deja las prisas fuera y disfruta del momento. Puedes quitarte los zapatos y arrellanarte en el sofá. Si tienes paciencia y esperas un poco, pondré algo de música para ambientar. Espero que pases un rato agradable y siéntete como en tu casa.

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